Una cosa no quita la otra

Una cosa no quita la otra pienso ante el titular de “Chile: No son abuelos, son Asesinos, Torturadores, Violadores”. No viviríamos en el mundo que vivimos si los abuelos no hubieran sido violadores, torturadores y asesinos. Un amigo, hace poco, le llamó a esto autonomía, en el sentido de que los hombres auto-gestionaban violencia en sus hogares. Una de las definiciones de estado es “el que tiene el monopolio de la violencia”. Nuestros abuelos también la ejercían y de una forma retorcida a eso le podríamos llamar autogestión.

Todas –quizás solo la mayoría pero me atrevería a decir todas– hemos sido amables, cuidadosas, amorosas con violadores, torturadores, asesinos.  Lo que define la masculinidad y no incumbe solo a los hombres, sino a la humanidad que se crea a partir de ese sujeto, es esa barbaridad tras otra. Eso es la historia, lo dice Walter Benjamin: “Todo documento de cultura es, a la vez, un documento de barbarie”. La cultura y la educación, que ponemos como salvación a la mayoría de nuestros problemas cuando creemos en la democracia y el progreso, no se salvan del horror y tampoco nuestros abuelos, con sus caras arrugadas, sus ojos profundos y hundidos,  su cercanía con la muerte.

La muerte y el odio tienen en esta sociedad una relación cercana. La cercanía es engañosa y además le regala el odio a la derecha del mundo, por llamarla de alguna manera. En un mundo simplón, como el que se muestra en los medios masivos de comunicación, la vida y el amor / la muerte y el odio serían las parejas. Se habla del odio como si nada interesante pudiera surgir de él, como si solo pudiéramos amar para hacer de nuestra práctica una que sea emancipadora. Me parece una jugada terrible regalarle el odio a la derecha, a los fachas, al enemigo. El odio está ahí y te salva la vida muchas veces, te permite tomar distancia, te permite irte cuando no puedes más. Despreciar lo despreciable, no tenemos porque amarlo todo.

“Si vamos a contagiarnos de algo / Que sea de amor y revolución” canta una imagen. Está todo mal. Una pareja: Ven aquí que te has puesto mal la revolución cariño. Es una escena tierna, de cuidados. También es jerárquica, ella no sabe ponerse sola el pasamontañas, el está un paso por delante y la ayuda. Jóvenes, guapos y revolucionarios. Quizás no hay nada menos emancipador. ¿Quién se va a sumar a esta revolución? ¿Las parejas bien avenidas, guapas y jóvenes?

Las palabras amor y revolución se suelen invocar como aliadas, pero ¿Podemos hacer una crítica de lo que significan? ¿Para que las utilizamos? Empezaré por el amor. Cómo hacerle una crítica a ese amor del que habla la imagen, que se propone como solución, sin decir que puedo vivir sin él. Porque una y otra vez lo persigo, lo deseamos, quiero eso que llaman amor romántico y una parte de mi vida la dedico a reproducirlo. Pero ese hecho no lo hace interesante ni emancipador. Eso simplemente me sitúa en un contexto histórico y me hace formar parte de unas prácticas concretas.

Hace como un año Leonor Silvestri hizo un pequeño vídeo en el que hablaba de “desconfiar del deseo”. Resulta útil desconfiar en general y más de las palabras bonitas, que parecen llenas de bondad y que luego nos capturan y nos llevan, como suele decirse, por el camino de la amargura. Seguramente, los peores momentos de mi vida el amor ha sido un factor importante, capaz de convertir la violencia en algo legitimo. Por amor se soporta todo. Además, en general, reconozcamos que aunque intentemos desencorsetar el amor normalmente significa relación de pareja monógama vamos a montar una familia te quiero te adoro mi vida. Me alegra cuando eso se expande, cuando la gente es capaz de disfrutar, pero también de construir otros vínculos

Luego está la revolución. Otro término que también me parece que no es tan útil como parecía. Porque cuando piensas en él aparece una liada máxima, una aceleración descomunal, un frenesí. Pero volvamos a decir una cosa que dijo Walter Benjamin: “La revolución es el freno de emergencia”. Esto lo hace Benjamin jugando con la metáfora progresista de Marx en la que dice que la revolución es la locomotora de la historia.

La revolución industrial fue una revolución y ha llevado la situación a unos de los niveles más extremos de explotación de la tierra y de todo lo que hay en ella. Así que algo por el simple hecho de ser una revolución no es enriquecedor para la vida. Luego está que no tenemos porque ser revolucionarias, no es una obligación moral. Si no lo somos no hace falta que armemos una teoría acerca de esa revolución que no hacemos. Si nuestra actividad no supone un cambio importante de paradigma eso no significa que nuestra vida sea menos valiosa. Vivimos un poco como podemos, sin saberlo, sin haber elegido tanto nuestro lugar. Hay agencia, hay un mundo plástico con el que bailar, pero los condicionantes no se esfuman de la noche a la mañana. Para elegir hay que tener más de una opción.

Algunas de nuestras opciones pueden estar ocultas. Cada una tiene sus momentos de clarividencia: que tonta fui, como soporté eso, cómo el mundo ha hecho eso otro. Verlo claro, a veces se ven las cosas – volver atrás y recolectar y también olvidarnos. Una cosa no quita la otra.

 

(este texto me lo he encontrado escrito a medias, la última vez que lo toqué fue en mayo de 2021, lo empecé en mayo de 2020 en una casa en el parque natural de Garraf mientras vivía unos meses en casa de mi tía Tere)

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